“Has controlado tu miedo. Ahora libera tu ira. Solo tu odio puede destruirme.” —Darth Vader, Star Wars: Episode VI – Return of the Jedi (1983).
Estefanía.
Observé la botella de tinta en mis manos, cerrando los ojos mientras un sorbo corría por mi garganta.
Ardía, mis ojos lloran por el dolor… La sensación humeda de alcohol con el pigmento perturba mi consciencia.
Pero toda la angustia que tortura mi pobre corazón se apagó por completo, recordando aquella calidez de una nostalgia maravillosa.
Debo confesar algo vergonzoso. Cada que bebo tinta de rosas todo el mundo externo deja de ser importante. Es cuando puedo recordar y ser feliz en recuerdos, dentro de sueños… Porque la tinta rasga el papel con el que escribo, pero es dolor del bueno.
Si logro abrir los ojos dentro de los sueños rosas, puede verlo. A él. Sentir sus pensamientos y corazón a sincronía. Ya no existen los límites y su imaginación le regala un cielo abierto lleno de estrellas fugaces.
La luna es de color rosa, como todo aquí, mi lugar seguro. Y ahí está.
No me interesa recordar que sigo soñando, adoro presenciar en carne propia lo que mi mente es capaz de hacer.
“Me imagino que estás cansada”
Vuelvo a escuchar su voz, necesito levantarme. Las luces de luciérnagas iluminan el camino oscuro. Aquí soy libre, gracias a la tinta de rosas.
Puedo verlo esperando por mí. En la estación de trenes que tanto lo cité dentro de la fantasía literaria interna.
Necesito alcanzarlo, no dejar que sus ojos noche se enciendan en rabia de nuevo.
Puedo alcanzarlo en un abrazo, tan fuerte para escuchar sus latidos en sintonia, tan insuficiente que necesito apretarlo aun más para meterse a sus memorias. Él es Adrián, llamado indiscretamente como “El genio A.S”, “Don Chingón” de broma y “El profe” para muchos por su apariencia con gafas redondas.
Él hace alguna vez fue el unico individuo del planeta con la misma cantidad exponencial de locura para esparcirla con tan solo un lápiz y un pedazo de papel. ¡Está tan chiflado como yo!
Su cabello es fino, de lejos parece negro como la misma oscuridad que tanto adora, pero en realidad el café cobrizo brilla en los filamentos de locura de su cabeza.
Logro mirar sus ojos encontrando las increíbles coincidencias que aun existen en el fondo de dos almas que se han encontrado después de tanto. Él se autoproclama malvado pero cierto es que no puede matar a ningún insecto desagradable porque les tiene fascinación.
Y sus besos tienen un dulzor picante gracias a la tinta de rosas; con cada gota puedo descubrir angustia, en el arte que pinta esconde melancolía pero también me hizo perderme en un laberinto que nunca existió (y a pesar de ello, no sé como salir de todo lo que dibujó sobre mí).
Y por más que muchos dirían que es alguien cruel, y que incluso puede llegar a ser un asesino… Bueno. Necesitamos recapitular los hechos. Adrián Sánchez Vela no es un asesino, pero tal vez es un villano demasiado divertido que gusta de usar capa y un sombrero de copa, parece sacado de un libro de Bram Stoker.
Un día de repente me robó toda la existencia contra la moral de nuestra edad, me acorraló con sus versos y me expresó una emoción inexplicable entre suspiros. No pude negarme. Los colores de gises pastel recorrieron cada ataque cardíaco que sufrí por su explosiva forma de expresar amor, con demasiadas alarmas y sin limitaciones. No permitió que me negara, pero no es que tampoco yo quisiese escribir de sus fantasías con guerras galácticas.
Pero todos sus dibujos al dia de hoy tienen un aroma nostálgico de algo que nunca podrá resucitar entre ambos.
La pintura que corria en nuestras manos por las crisis creativas
coincidían en noches sin dormir para admirar las estrellas y escondernos de aquellos dioses sociales.
Y muchas veces me hacía enojar porque huía de mis afectos. Por más que intentaba convencerme con sus ojos de noche, yo no podía perdonar la pared que a veces nos dividía. No existío cordura en lo que hicimos.
A veces Adrián perdía la cabeza por amor y horas después se aislaba de todo el mundo, incluso de mí. Parecía alegre, pero la ansiedad superaba sus ganas de escapar de su papel como un líder obligado (aunque el mismo firmó tal sentencia en su vida).
Era tan extrovertido. Era un artista nato, pero… A su vez, tan asocial como un murciélago en una cueva. A él le daba demasiada paz la oscuridad. A veces quise entrar en su círculo seguro, pero todas las ocasiones que lo intenté me lastimó el corazón.
Sus espinas eran demasiado profundas. Él sangraba con cada contacto de su familia, más en fechas navideñas. Yo lo vi llorar y gritar encerrado en un mundo imaginario de personajes inventados para escapar de su propia realidad. Te juro que quise salvarlo de sus propios demonios, pero jamás me dejó conocer su pasado.
Un día me reclamó que no podía ayudarlo, pero aún así yo seguía ahí, viviendo con él; observando sus rutinas inconstantes y encierros en el estudio donde dibujaba durante horas. No dormía, no comía. Algunos días sus ojeras eran más notorias que sus propios lunares en la piel canela.
No pude salvarlo de su locura. Se volvió fanático del control, la perfección… La fantasía.
Y cuando no lo veía durante días, queria recordar sus picos de alegría donde parecía convertirse en un niño de nuevo jugando a ser cualquier cosa menos “Adrián Sánchez Vela”, el frenesí que iluminaba una sonrisa hermosa en su expresión es una joya invaluable.
Por ejemplo, recuerdo cuando yo estaba dando clases a huérfanos en la escuela del convento. Ah, era aquella época de 1903. Él siempre venía a verme a escondidas (no le importó nunca la ley, ni romper reglas).
Ese día, estaba organizando los libros en el estante. En cuanto me giré para tirar la basura, me sorprendío tanto que grité sin querer. ¡Él había entrado al salón de clases, y estaba limpiando el pizarrón de tiza!
—¡Adrián! ¿Qué haces aquí? —murmuré corriendo a la puerta para ver si alguien estaba en los pasillos.
—Quise saludar a mi maestra favorita. —Sonríe dando una señal con sus manos izquierda, tan característico.
—No soy maestra, solo doy mi ayuda a los niños.
De repente, Adrián me pone su sombrero de copa en la cabeza, y saca una flor oscurecida en la mano.
—Mira, la encontré en el jardín. Creo que ya está seca, pero se ve bonita…
Tomé la rosa con cuidado, de todas formas varios pétalos cayeron al suelo. (Puedo sacar más tinta) Pensé, lista para molestarlo.
—Tú nunca cambias, Iturbide.
Sí, aquél apodo se le quedó para siempre el día que confundí su nombre por error. (Iturbide, ¿eh? Te crees el emperador de todo, pero no te ha durado mucho el reinado). Más allá de eso, Adrián siempre fue una persona con aires de grandeza y actitud dominante. Es irónico, como un emperador sin corona, un artista escondiendo la sangre real en sus venas.
—¡Ya te había dicho que no me digas así! —susurra, haciendo un puchero de burla—. No me gusta, me siento como un general militar.
—Ajá, pero tú sigues diciéndome chaparra, aluxe, bruja, lunática…
—Oye, no es mi culpa tener que agacharme para verte. Te faltó calcio para terminar de crecer, chaparrita…
Siempre bufaba de coraje por sus burlas juguetonas, porque siempre hacía demasiada trampa. Le pegué con el sombrero bien fuerte (nos llevábamos pesado, entre jalones, empujones y manotazos).
Recuerdo que escuché cuando tocaron la puerta con mucha insistencia. Una de las monjas del convento nos veía muy feo, y ambos nos apartamos abruptamente, dejando una distancia considerable entre nosotros.
—Señorita Valencia —habló con voz autoritaria, entrando al salón—. Le habíamos pedido que no recibiera visitas en su período de prueba. ¿Quiere perder la plaza que podría ser suya solo por un simple… descuido? —y miró con frialdad al pobre Adrián.
—No, señorita —respondí, bajando la mirada, y parte del sombrero se me cayó cubriendo mi rostro sin querer.
Adrián se rió a lo bajo por tal acto, pero la sonrisa se le borró al darse cuenta del regaño.
—Mr. Vela, espero su oportuna salida antes del mediodía.
La monja salió del lugar con humos en la cabeza. Recuerdo que Adrián soltó varias risas de alivio; a él le sobraba importancia lo que dijeran los demás, pero a mí me importaba mucho.
—Adrián, te dije que no vinieras a buscarme cuando estoy trabajando. Pueden prescindir de mis servicios.
—Lo siento, necesitaba verte —respondió sin querer ni cuidado. Luego, aclaró su garganta—. Es decir, no verte. O sea, sí, pero me refiero a que debo decirte algo importante…
El silencio entre ambos siempre fue un encanto. Podíamos comunicarnos con la mirada. A ciencia cierta no me acuerdo qué me dijo, porque me perdí admirando el tono de su voz y la forma en que seguía sonriendo…
Pero él ya no está conmigo.
El silencio en compañía dejó de ser un deleite para dar paso a la prisión mental que sufro aquí. Han pasado casi dos años después de lo que pasó, y la luna se ve como un sendero vacío del cual ya no tiene sentido volver, no cuando ahora tus pulmones están luchando por respirar de nuevo, no cuando la muerte te busca y sientes cada uno de tus órganos arder, pero no es más que por la enfermedad del amor…
Y la tinta de rosas en mi vida.
.
La joven escritora, Estefanía Valencia, sentada frente al escritorio abre los ojos para despertar del sueño. Su cuello dolía más de lo que podía soportar, pero aún así, no podía dejar de mirar el papel que dejó en blanco. Los recuerdos de Adrián la asfixiaban, pero sus pensamientos no encontraban espacio para procesarlos. La angustia de cada palabra no dicha se le clavaba como agujas en el pecho.
Ella debe seguir escribiendo para vivir, seguir adelante. Pero la maldición de su amor no la deja tranquila. Había sido advertida. En la secta de los escondidos, donde cada sentimiento estaba prohibido, amar no era solo un error… Era una condena.
Porque su cuerpo y alma pertenecen totalmente al líder, “El Venado Azul”. Si algún día sus sentimientos cambiaban, todo en la rueda caería y ella sufriría como nunca. Se le veían sus ojitos muy remarcados de tanto llorar y enfrentarlo. En la boca se remarca el camino de color por la tinta de rosas que consumió horas antes.
Tal vez los malestares físicos la sofocan, de eso no hay duda. Pero lo que realmente atormenta a Estefanía es la idea de perder a aquellos a quienes más ama. Por eso sigue ahí. Sabe que Adrián sigue vivo, en alguna parte del país, con salud y vida…
Así, el líder no le haría daño al artista de su vida.
El Venado Azul levanta el pedernal en alto, proclamando que la culpa era de Estefanía por repartir amor a los demás… Menos a él.
Su identidad es un misterio, pues su rostro se oculta con una máscara de Venado color azul. Y si no fuera suficiente arrogancia, unos cuernos coronan su cabeza. Él representa un símbolo espiritual y divino, es el único mundano que puede conectar con los dioses escondidos.
Y Estefanía es la única que sabe quién es el hombre que se esconde como venado azul, pero tiene prohibido comentarlo. Podría costarle la vida de hacerlo.
“Oh, pobre de nuestro líder, recibe ovaciones y oraciones por mantenernos con vida… De todos, menos de su amada. ¡Pobre de él! No tiene el placer de sentir el amor de una mujer, porque esa bruja no sabe cómo dejar de ser anormal.”
En las oscuras habitaciones del Rancho de la Hormiga, siempre flotaban aromas penetrantes, el hedor de la sangre de sus víctimas. No había día de la semana en que no se percibiera la sensación de metal y pesadez en el aire. Pero hubo un día en que Estefanía llegó al límite de su tolerancia ante todo lo que ocurría frente a sus ojos.
Sacrificios, asesinatos, desmembramientos, órganos latientes por todas partes… Todo se había vuelto tan monótono que ya comenzaba a rozar lo que ella consideraba moralmente “normal”. Lo único que seguía fuera de ese catálogo en su mente era el daño o la crueldad hacia un animal.
Estefanía se negaba de asistir a cualquier ritual en donde los animales estuvieran sufriendo. Y ese día, el Venado Azul se aprovechó de la forma más cruel. Volvió a engañarla, diciéndole que harían una reunión pacífica. Estefanía no le creyó al principio, pero… Él era la única persona con la que interactuaba. El único que tenía el derecho de verla, mientras la mantenía encerrada en su habitación dentro del rancho.
Cuando ella salió de la habitación, temerosa de algún susto imprevisto por parte de los otros miembros de la logia, se sorprendió que frente suyo, había un pequeño cachorro que tiraba de su vestido para jugar con ella.
Un suave pelaje negro disimulaba el diminuto tamaño de la criatura, pero sus ojos… Fue lo que vio Estefanía entre tanta oscuridad. Al fin pudo sonreír después de tantos meses. Tomó al pequeño cachorro entre sus brazos. El contacto de otro ser vivo regaló calidez y tranquilidad a su atormentado corazón (y no de manera forzada, como las otras situaciones)…
Por primera vez tuvo el valor de caminar entre los pasillos, dándose cuenta del festejo que acontecía. Aquél lugar tan cruel se pintaba de fiesta. Los miembros con las mascaras cubriendo sus identidades cargaban cazuelas de comida, papeles de colores y telas llamativas.
Es el cumpleaños de los hijos de Oberion, treinta de abril; el día en que se deben venerar estas tres identidades: Adolphus Marcel, Ekari Melyg y… Narcicus Impectus.
Estefanía caminó con sigilo hasta la cocina, donde se le ocurrió una idea para adoptar al pequeño cachorro que acababa de conocer. Tomó un poco de los restos de harina de maíz que quedaban en la mesa y, con un poco de agua, trazó varios dibujos con los dedos sobre su pelaje negro, intentando que pareciera un animal fallecido. Solo era una pequeña broma que su mente le estaba jugando…
O eso creía.
Recordó a Adrián de nuevo; él hacía lo mismo con sus mascotas cuando se acercaba el Día de Muertos. Su tradición reforzaba la idea de que eran criaturas capaces de guiarte en tu recorrido al más allá.
Pero el cuerpo de la joven se congeló al escuchar los gritos del Venado Azul. Estaba reprendiendo a los peones que apenas traían los costales para la tienda, en la parte de atrás de la cocina. De inmediato, volvió a entrar en pánico absoluto. Incluso el cachorro lo percibió y comenzó a lamerle suavemente las manos, aún cubiertas de restos de harina seca.
Los gritos y azotes resonaban a pocos metros del gallinero, que colindaba con la cocina. Estefanía se agachó de inmediato, escondiéndose bajo la mesa de madera antes de comenzar a arrastrarse por el suelo con el cachorro.
Aunque el hambre la estaba matando tras días sin comer, la adrenalina volvía a recorrer su cuerpo. Solo tenía dos opciones: escapar y regresar sana y salva a su habitación, o quedarse quieta, esperando—con un milagro—que el Venado Azul se marchara a otra parte.
Y de la nada… Silbó.
El pequeño cachorro reaccionó como una bala, saltando de los brazos de la joven y corriendo hacia él. Su corazón se paralizó de terror al imaginar qué se le había ocurrido esta vez.
No soportó y salió a la batalla de su escondite, el dolor en sus articulaciones por intentar mantenerse de pie sin un solo bocado en el estómago es doloroso, pero en su mente sería peor pensar en la muerte de ese cachorro que no tiene la culpa de lo que ocurre aquí.
Estefanía corre sin cuidado siguiendo el camino que el cachorro había hecho para llegar hasta él. Cuando ella lo vió, sosteniendo al perrito sin el menor cuidado y con una expresión de fastidio, temió lo peor.
—¡No, Cristian, por favor, no le hagas nada! —El grito de Estefanía se ahogó en el aire, cargado de horror y desesperación.
El silencio cayó de golpe. Se cubrió la boca al instante, su cuerpo entero temblando por la estupidez que acababa de cometer. Lo había dicho. Su verdadero nombre.
No llevaba la máscara. La piel pálida, el cabello castaño con destellos dorados, la sonrisa torcida y esas gafas geométricas… Un recordatorio implacable de a quién le debía la vida.
Cristian bajó la vista hacia la criatura en sus manos, luego la alzó hacia ella.
—Por favor, no digas mi nombre. —Su voz sonó grave, rasposa, como si cada palabra fuera una advertencia. Sujetó al cachorro con más firmeza, pero sin agresividad—. Ya lo habíamos hablado… Pero la máscara me sofoca demasiado.
Estefanía bajó la guardia por verlo tranquilo y sin algún arrebato emocional, recibiendo en sus brazos al cachorro de nuevo. Observa su actitud indiferente caminar frente suyo. No sabe si mantenerse alerta o retirarse en silencio. Él tenía las ojeras tan marcadas como una criatura del infierno. Noches sin dormir le daban un sutil toque de frialdad.
De repente, él se acercó con una sonrisa cínica y le tomó el rostro con brusquedad, apretando sus mejillas con los dedos. Sus uñas largas se clavaron en la piel de la joven.
—¿Qué tienes, Tlaloc? Te ves muy distraído, pareces un gato asustado…
El cuerpo de Estefanía se tensó al instante. Retrocedió de inmediato, pero el recuerdo la atrapó sin piedad: meses atrás, él le había cortado el cabello a la fuerza. Su corazón latía con furia, mientras sus manos se aferraban con desesperación al pequeño cachorro.
—Si yo no puedo decir tu nombre, también debería tener el derecho de limitar tal mención al dios de la lluvia… —murmuró con voz quebrada.
Pero él no la escuchó. Sus dedos se deslizaron hasta el cabello corto de Estefanía, acariciándolo con ternura perversa, como si estuviera admirando su obra maestra. Su sonrisa nunca se desvaneció.
—Pero lo que veo frente a mí es a un chico. —Su agarre se volvió más fuerte, sus gafas se empañaron—. Allá afuera esperan a un joven revolucionario, no a una escritora temblorosa. Debes defenderte y proteger a tu pueblo, Tlaloc.
Estefanía se quedó en silencio.
Sintió la mirada del cachorro sobre ella, con esos ojos viscos que parecían observar más allá de su alma.
Con un impulso de valentía, lo empujó con fuerza. Por un breve momento, funcionó. Se apartó a una distancia segura, tenía la respiración agitada y sus manos temblaban.
Pero entonces Cristian rió. Una risa baja, insidiosa.
—Te descuidas un segundo… Y ni cuenta te das de que ya te estás dejando besar por el hijo del diablo.
El estómago de Estefanía se revolvió.
—No quiero seguir hablando contigo —susurró, sintiendo que el mundo entero se cerraba—. Me siento mal…
Cristian recorrió sus dedos por su rostro, arañando lentamente con las uñas.
—Por supuesto que te sientes mal. —Su sonrisa se torció en una burla venenosa mientras presionaba más la herida—. Sigue bebiendo tinta de rosas… Y muy pronto serás libre. Te lo prometo, revolucionario de papel.
Otra vez, aquellos pensamientos ajenos se colaban en su cabeza, arrastrándola a un terreno de arena movediza donde cada mentira sobre lo que era sonaba como verdad.
Todo era imposible a ese punto.
No podía amar.
No podía sentir cariño por ningún ser vivo.
Podía lastimarlos, provocar esta clase de cosas.
Su cuerpo permanecía quieto, como si nada de lo que él decía le afectara, pero su pecho y su cuello contaban otra historia: luchaba por respirar, por contener las lágrimas que ardían en sus ojos, ahogándola desde dentro. Tenía prohibido llorar. El llanto no tiene valor.
Una y otra vez, intentó aferrarse a un recuerdo agradable, algo bonito que la ayudara a escapar, aunque fuera solo dentro de su mente. Y entonces, Adrián. El pasado. Un momento en el que aún era humana, sin cadenas, ni órdenes…
Y sin querer, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
Tan solo eso bastó para enfurecerlo.
Cristian se dio cuenta de que otra vez estaba escapando. Tal vez su cuerpo seguía ahí, pero su mente ya no le pertenecía.
Golpeó la mesa con tal fuerza que el estruendo sacudió toda la cocina.
Estefanía reaccionó de inmediato, encogiéndose, cubriéndose la cabeza con su mano libre. Estaba acostumbrada a los ruidos fuertes, pero el sobresalto seguía dejando en su pecho una taquicardia asegurada.
El cachorro saltó de sus brazos con el estruendo, corriendo y brincando alrededor de ellos…
Hasta que Cristian sacó su pistola y disparó.
El sonido sordo de la detonación llenó el aire.
Estefanía no se movió. No se atrevió a levantarse. Se había desplomado sobre sus rodillas, protegiéndose con los brazos, una postura rígida y antinatural. Poco a poco, abrió los ojos.
Y vio lo que había ocurrido.
Cristian la miró con una sonrisa torcida.
—Recuerda, Estefanía… Tú no puedes amar a nadie más. No importa qué sea, o qué seas tú.
Ante su expresión paralizada, él se inclinó, tomó su vestido y lo jaló con violencia para obligarla a levantarse.
—Es hora de que dejes de fantasear… y empieces a servir a la sociedad de los Escondidos.
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